Los dos tortazos que te da La Paz cuando llegas a Bolivia

Perderse por el corazón de La Paz tiene su precio: prepárate para enfrentarte a un tráfico caótico y a un inevitable mal de altura. Eso sí, merecerá la pena. 

“Cuidado con el mal de altura. Estarás todo el día cansado, te faltarán las fuerzas. Mastica hoja de coca, ellos es lo que hacen. Prepárate para el dolor de cabeza”.

Si vas a visitar Bolivia, quien ya haya estado no parará de advertirte sobre el mal de altura; es lo razonable si aterrizas a 4061 metros sobre el nivel del mar. Pero no es lo único con lo que te vas a tropezar en La Paz. Hasta que no pones un pie en tierra, tu único temor y preocupación es la salud. Sales del avión sin prisa, aunque el avión se haya retrasado. Si hay escaleras, más calma aún.

Pides un taxi respirando hondo, tratando de detectar que ese aire tiene menos oxígeno de la cuenta. No notas mucho, pero ya te habían dicho que es normal, que mañana empieza lo peor. Y, de repente, te das cuenta.

Estás en medio de una jauría de coches y furgonetas sin orden ni concierto, en una autovía serpenteante y sin carriles en la que estás seguro tendrás un accidente.

Los adelantamientos son un juego de azar y los acelerones la única baza para evitar ese accidente inevitable. Mientras, tu chófer no muestra signos de nerviosismo o preocupación. ¿Qué es esto? Bienvenido a La Paz.

La India tiene la fama. Se ven miles y miles de fotos de avenidas gigantes repletas de motos y coches en todos los sentidos y direcciones. La Paz no tiene avenida grandes, pero vaya si tiene caos circulatorio, y no solo de coches, también de personas. Las cholitas le quitan protagonismo a esta fauna urbana.

Lo que conocen como “Centro turístico” es una cuadrícula de calles en la que los coches circulan en un sentido y los peatones por donde pueden. 

Las aceras se emplean como escaparates de los comercios y es donde las cholitas se ubican para, día a día, ofrecer los productos que venden a la vez que dan de mamar a su hijo, comen y ven la vida pasar a una velocidad que pocos aguantarían.

Buena parte de la culpa de este caos la tienen las vans o minibuses, como allí las llaman. Son furgonetas de importación, asiáticas la mayoría, y en algunas todavía queda constancia de la empresa coreana o japonesa a la que pertenecían. Casi todas son de fabricantes japoneses y tienen asientos de cabo a rabo.

Caben tres personas por fila y no esperes ir holgado, ni siquiera en un trayecto de varios cientos de kilómetros. Este es el transporte público más usado en La Paz.

Sin paradas oficiales, tienes que fijarte en carteles que el conductor pone en el parabrisas para saber hacia dónde va, y si te conviene abres la puerta y te subes.

Según el modelo pueden caber hasta 12 personas y, sí, dos van junto al conductor, quien tampoco va holgado.

Cuando llegas a tu destino, simplemente le dices “me bajo aquí” y la van parará junto a la acera, sea donde sea y moleste a quien moleste; la costumbre ha conseguido que a nadie moleste esta maniobra.

Este caos también te hace ser ágil, con lo que esa parada apenas dura cinco segundos. Pagas en efectivo al salir, no hay tarjetas ni abonos mensuales; dos bolivianos y fuera.

Es una locura, porque parecen furgonetas particulares, pero están por todas partes y no hay que ser científico para darse cuenta de que suponen más de la mitad del problema de atascos en La Paz.

Menos sorprendentes pero más estrafalarios son los microbuses, que por el nombre parecen más pequeños que los minibuses, pero son como los típicos autobuses escolares americanos repintados para la ocasión. Dudo que exista alguno fabricado más tarde de la década de los 90.

Las aceras del centro de La Paz son lo más parecido a pasear por el centro de Madrid en Navidad, solo que todo el rato. Son estrechas porque se maximiza el espacio de los coches (en realidad de las vans, que coches se ven pocos; motos, casi ninguna) y en ellas se ubican los productos que se venden en los comercios a modo de escaparate urbano y las cholitas vendedoras ambulantes.

A eso hay que sumarle que el caos de tráfico se traslada a los peatones. Conclusión: no te pares, siempre te tienes que mover.

Los paceños son una mezcla del sevillano que sabe salir de una bulla de Semana Santa sin empujar a nadie y los madrileños o barceloneses que van a toda prisa todo el rato. Nadie te empuja, siempre te esquivan. Es fácil adaptarse y llega a enganchar. Anda, esquiva, anda, esquiva, pero no te frenes en seco.

Cruzar la calle es la aventura definitiva. Cambiar de acera es una tarea que sabes que va a acabar con tu vida, o al menos con una visita al hospital más cercano.

El caos circulatorio obliga a que los vehículos no puedan rodar a mucha velocidad. Es una masa de vehículos que se mueve de forma compacta por la ciudad. Un atasco que no cesa pero que tampoco se para.

Haya paso de peatones o no, el procedimiento es el mismo: quien va primero, tiene preferencia. Échale valor y tira para adelante, si llegas al cruce con el coche antes que él, parará sin pitarte o insultarte, funciona así.

A un centímetro de tu pierna, pero parará. Si te da miedo y frenas en seco, quizá el coche de otro carril te atropelle, porque si no hubieras frenado, ya habría pasado. Primero lo haces con un sentido, y luego con el contrario.

Resulta fascinante comprobar la gestión de los espacios que tienen los conductores paceños.A pesar de este caos, no se les ve alterados y raro es el claxon que se escucha.

No es casual: las vans usan el claxon para avisar de su presencia y conveniencia. Si estás parado en mitad de una acera es que esperas una van, no hay otra.

Existen dos puntos cruciales en los que admirar esta dinámica: el cruce entre las calles Murillo y Santa Cruz y la Plaza del Estudiante.

La primera es un cruce perpendicular de calles digamos con dos carriles cada uno, y la segunda es una rotonda a la salida del centro turístico de La Paz. En la esquina de Murillo se concentra mucha gente que va a coger vans hacia otro punto de la ciudad.

Sin paradas oficiales, los paceños suelen congregarse en el mismo sitio para que la furgoneta no tenga que parar tantas veces.

Con apenas espacio para dos de estos automóviles, un carril lo ocupa constantemente alguna parada recogiendo o soltando pasajeros, mientras por el otro lado circulan normalmente.

El cruce no está señalizado con semáforos, con lo que la ley de “quien primero llega, tiene la preferencia” se cumple a rajatabla, para peatones y para vehículos. Es un circo. La Plaza del Estudiante es otro rollo.

Si ya en España nos liamos en una rotonda, esta es un auténtico espectáculo. Los vehículos entran y van avanzando centímetro a centímetro, en la dirección en que vayan y siguiendo la misma ley de preferencia que impera en los cruces.

La primera vez que llegas a ella piensas que vas a estar quince minutos atascado pero no, el caos hace que el atasco fluya. Es increíble.

En lo que caminas por las aceras atestadas de productos y personas, cruzas con éxito la calle e intentas hacer alguna foto se te ha pasado la psicosis del mal de altura.

Lo padecerás, sí, pero ni es tan grave ni te condiciona el viaje. La Paz no es una ciudad plana, tiene cuestas y escaleras que te dejan sin aliento, literal y metafóricamente.

No eres el único, los paceños no subirán mucho más rápido que tú, tenlo por seguro. La falta de oxígeno afecta a todos sin excepción. La Paz se merece más días de visita de los que normalmente se le dedican como un mero enlace con el salar de Uyuni o las minas del Potosí.

Se percibe una sensación de seguridad poco común en otros países sudamericanos. No esperes sonrisas, pero sí un pueblo consciente y orgulloso de sus raíces, que abre la puerta de una cultura milenaria a quienes estén dispuestos a atravesarla.

Fuente: traveler.es

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